Yo confieso, que si hay algo en
ésta vida para lo que soy un experto, es para dejar proyectos personales a
medias.
Generalmente son novelas que abandono en una
cuartilla de un archivo de Word que eventualmente borro, pero hubo un tiempo en
el que eran canciones que se quedaban en estribillo, poemas que no pasaban de
una rima y muchas ilustraciones que murieron siendo boceto.
Yo culpo a que me autoproclamo un
soñador miedoso. Siempre soñando, siempre creando, pero en cuanto le doy cabida
a lo “real” de la realidad, pierdo todo empuje y solito me sentencio al “para
qué”.
“Filippo e Isabella” es uno de los proyectos que empecé el
año pasado y que sufrió el mismo destino que muchos otros intentos de escribir
un libro infantil e ilustrarlo: olvidado en un hard drive. Sin embargo, a éste
en particular le tengo mucha fé y lo he de terminar algún día.
Se trata de Filippo, un gato negro mimado que lo tiene
todo, hasta que un día se vuelve el causante de las alergias del nuevo miembro
de la casa y lo echan.
Junto con su mascota, un ratón llamado Sigmund, Filippo
tiene que replantearse su hasta
entonces cómoda vida, y aprender a hacer todo por su cuenta, incluyendo
encontrar un trabajo.
Tras varios intentos fallidos en empleos más apropiados para
humanos, a Filippo le cae el veinte que es un gato, y lo peor de todo: uno de
mal agüero. Decepcionado y a punto de rendirse, conoce a Isabella, una joven
bruja quien curiosamente necesita de un gato negro para completar su “look
profesional”. Filippo acepta el empleo, muy a pesar de sí mismo, y a partir de
entonces empieza una compleja relación con su empleadora, y una búsqueda por
aceptar su naturaleza (Tan-tan).
Les dejo una parte de lo que llevo escrito, y un boceto
del personaje principal. No sean muy críticos, no soy escritor.
1- De
Filippo...
Filippo era un gato afortunado. Vivía en el séptimo piso de uno de los
edificios más lujosos de la ciudad, donde un portero trajeado recibía a los inquilinos con elegantes gestos y
acento ruso, y los pisos de mármol blanco eran tan relucientes que daba la
impresión de caminar sobre espejos.
Desde que tenía memoria vivía ahí, despertando todas las mañanas sobre una cama
acolchonada, decorada con al menos 8 almohadas rellenas de plumas de ganso
holandés y tapado hasta el cuello con sábanas de quinientos hilos.
Su armario, del tamaño de una
habitación mediana, rebosaba de ropa minuciosamente separada por estaciones:
mamelucos de franela suave y calientita para las noches de invierno, pantaloncillos cortos de lino para el
verano soleado y bufandas de lana peruana para el frío viento de otoño. Sus
cajones guardaban decenas de pares de calcetines, algunos de rombos, otros
rayados y de lunares. De cachemir, de algodón y seda.
Corbatines estampados y un
estante repleto de todo tipo de zapatos boleados hasta el punto de brillar
cuando pegaba la luz del sol, completaban el suntuoso vestidor.
No cabía duda que aquél era un
gato afortunado, y a falta de un mejor adjetivo, uno peculiar. Aunque de pelaje
negro como la noche menos estrellada, y cola larga y tupida, Filippo había pasado gran parte de su primera vida
resistiéndose a aceptar su naturaleza felina. Sus dueños, Él y Ella, le habían
dedicado tanto tiempo, cariño y dinero desde que era una bolita de pelos negros
y ojazos amarillos, cumpliendo sus caprichos más descabellados y exigentes y
peinándole los bigotes con un cepillo de marfil, que el resultado de tanta
condescendencia fue el primer gato que no quería ser gato.
Para empezar, amaba el agua como
nadie. De ser posible, se bañaba tres veces al día , sumergido en burbujas con
aroma a hierbabuena dentro de una enorme tina de cerámica con patas cromadas.
Se tallaba su cuerpo con gran deleite, empapando la esponja en forma de oca y
enjabonándose hasta el último pelo de sus picudas orejas.
La leche nunca la bebía sola. De
ser así, la escupía y sufría de agudas agruras durante 3 días y sus noches.
Para evitarlo, la bebía chocolatada de lunes a viernes y sabor
crema irlandesa los fines de semana.
Pero nadie veía venir que en su resistencia a lo
gatuno, Filippo ordenaría a sus
dueños le compraran un ratón como mascota.
El primero, un ratón moteado y
nervioso, había sido víctima de
sus instintos: en un impulsivo retortijón de panza, Filippo se lo había comido
de un bocado, en lo que definía como el día más vergonzoso de su existencia. Aquél día en el que
sucumbió a sus deseos más bajos y sació su hambre a costa de un fiel compañero.
El segundo, uno blanco de ojos
rojizos, duró únicamente un mes, hasta que decidió probar la galleta de jengibre envenenada de la
vecina. Pasó una semana para
encontrar su cuerpo sin vida junto a la suculenta evidencia. El diagnóstico de
Filippo: “empacho por gula”. Lo que nadie nunca supo fue que la decisión había
sido premeditada y definitiva, en una especie de escape desesperado de su
involuntario encierro.
El tercer ratón, y su actual
mascota, era de un humilde color gris, y a diferencia de los dos anteriores,
había llegado voluntariamente y sin previo aviso.
Apareció un día en la biblioteca,
husmeando entre los libros empolvados por el tiempo y el desinterés, pasando
cada hoja con sumo cuidado y leyendo con detenimiento cada párrafo en un estado de concentración y disciplina tal,
que le hacían parecer un roedor hipnotizado. Antes de que Ella pudiera
matarlo a escobazos, Filippo le ofreció la vacante de mascota y éste accedió
con una simple y justa condición: a partir de entonces todos los libros en la
biblioteca serían suyos y nada más que suyos.
Filippo no puso resistencia, y al más puro estilo de dos
caballeros, estrecharon sus manos para cerrar el trato. El ratón se hacía llamar Sigmund, a pesar de la
insistencia de Filippo en rebautizarlo como Peluso Tercero. Usaba un par de
gafas de pasta roja que había encontrado en un basurero de la ciudad, y su afición
más grande era la lectura, algo que Filippo no compartía y criticaba en cada oportunidad: “¿Para
qué leer si se puede tomar el sol y beber una piña colada en el balcón?”-decía
, convencido de que Sigmund era la mascota más aburrida y rara del mundo. Ante
esto, Sigmund solo movía la cabeza de un lado a otro y pensaba a su vez que
Filippo era un amo mimado y autocomplaciente.
Para la decepción del excéntrico gato, Sigmund parecía más
interesado en devorar cada palabra de cada libro de cada estante de la enorme
biblioteca, que saltar sobre la cama o tomarse fotos usando sombreros
chistosos. Utilizaba palabras pomposas como “especulaciones” al menos dos veces
por oración, lo que a Filippo le provocaba una comezón terrible acompañada de
un inevitable bostezo.
Aunque dispares en muchos
sentidos, el gato había encontrado en Sigmund y particularmente en sus grandes
orejas, alguien que lo escuchara. Últimamente se sentía desatendido por Él y
Ella, cuya ausencia en el departamento era cada vez más notoria.